Uruguay es una chica anoréxica

Una nota salida en el diario El Observador de Montevideo. Me cayó simpática y muy cierta la observación de la periodista.
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Uruguay es una chica anoréxica
Nuestra extranjera habla de las bondades del país y le realiza un diagnóstico
por Leila Macor
Cuando hace varios años anunciamos, mi esposo y yo, que vendríamos a vivir a Uruguay, los uruguayos radicados en Venezuela se preocuparon por augurarnos un demoledor futuro.
El argumento de la mayoría era que no tenía sentido dejar una ciudad con un clima tan espléndido como el de Caracas por el frío y ventoso Montevideo. Pero para mí el tiempo nunca había sido tema de conversación y, además, el invierno era un emocionante evento climático que yo sólo había visto en las películas y que me parecía más exótico que mortificante. De modo que no me asustó.
Otros uruguayos en Venezuela me aseguraron, con esa expresión de quien necesitará luego decir “te lo advertí”, que Uruguay era un país triste, gris y aburrido y que no soportaría más de seis meses en él. Pero esa amenaza de grisura tampoco me detuvo. De cierto modo también era una promesa de exotismo, como meterme dentro de un fotograma de una película centroeuropea.
Yo sólo sabía que era un lugar pacífico y tranquilo y eso era lo único que quería entonces. (Y lo he recibido con creces). Porque una ciudad donde los parques no están cercados por vallas metálicas por temor a que al primer pestañeo de los padres los niños sean secuestrados y sus órganos vendidos, me parecía y me sigue pareciendo estupenda.


En mi imaginario personal Montevideo era una ciudad mítica, a la par de Buenos Aires, Nueva York o Londres; una de las protagonistas del boom latinoamericano; cuna de algunos de los mejores narradores del continente; la Suiza de América –poblada de gente convencida de que Suiza era el Uruguay de Europa–; en fin, una sociedad de bienestar o algo parecido.
Basta ver la Rambla para convencerse. Cada vez que sale un rayo de sol se transforma en el típico paisaje de un folleto evangélico: padres que enseñan a jugar fútbol a sus hijos que todavía no se mantienen en equilibrio, niños que corretean con sus mascotas o viceversa, globos y cometas que se enredan en el aire, y malandras y rockeros que sacan a pasear a sus abuelitas con el mate bajo el brazo. Evangélico y enormemente democrático.
Envueltos en ese misticismo nos vinimos. Nuestro primer apartamento era frío, oscuro, húmedo, mínimo, interior, sin un mueble, sin calefacción, sin siquiera calefón, sin cocina en la cocina, sin un solo estante, viejo, helado y maloliente. A mí, en definitiva, me encantó. Sólo podía haber sido superado por una pensión regenteada por una vieja desdentada, con baño compartido por diez habitaciones, donde tuviera como vecinos a dos travestis, un dealer y un mutante escapado de un circo.
Los únicos muebles eran cajas de cartón que, en un inútil intento decorativo, cubrí con los enormes pañuelos italianos que me regala mi madre de vez en cuando y que nunca he aprendido a ponerme alrededor del cuello sin que parezca tener intenciones de suicidarme.
¿A qué viene todo esto? A que, a pesar de las dificultades, nunca me imaginé que la mayor de sería el empeño de los mismos uruguayos en desalentarme.
–¿Y vos qué hacés acá?– es la primera pregunta que se le hace aquí a cada extranjero que aparece, apenas uno musita un “buen día” y revela su acento. Si la respuesta es tan vaga como la mía (vine porque me gusta), me miran como si fuera una extraterrestre. Las únicas respuestas que los uruguayos aceptan como válidas son:
–Soy encargado de negocios de la embajada de Kenia.
–Me enamoré de un uruguayo/a.
–Vine a pasar aquí mi jubilación.
–Me busca la Interpol.
Ante cualquiera de ellas, el curioso asiente, medianamente satisfecho, porque comprende que hay razones que, en contra de la voluntad del extranjero, lo fuerzan a permanecer aquí. De modo que con mayor o menor conmiseración lo dejan en paz. Lo que sin embargo no logran aceptar es que uno viva acá por la mera voluntad de hacerlo. Y fue así como, lo que al principio fue para mí una aventura climática –vivir en un país con estaciones y de aspecto centroeuropeo -, es ahora una militancia con todas las palabras.
–¿Diseñador gráfico? –le dijeron una vez a mi esposo–. ¿Y vos venís acá para trabajar en eso? ¡Te vas a corroer!
Una amiga española, corresponsal en Uruguay, debió escuchar esta versión de la misma pregunta: “¿Y vos por qué te viniste a enterrar acá?”
Otra extranjera conocida le explicaba a su futura casera los motivos por los que había venido al país, cuando la mujer la miró con lástima y exclamó: “¡Ay, pobre!”
Conocí a otra española que había venido por su propia voluntad, e incluso había encontrado un buen trabajo, pero no cumplió ni un año cuando huyó, horrorizada, de un país donde cada tres pasos que daba debía escuchar que la gente le decía, juntando las yemas de los cinco dedos en ese típico gesto tan italiano, ¿por qué estás perdiendo el tiempo aquí?
Y si uno llega a decir, como hacía yo al principio, que solamente la Rambla ya era de por sí un buen motivo para venirse a vivir a Montevideo, la respuesta invariable es:
–Pero esta agua marrón y turbia no tiene nada que ver con las playas cristalinas que tienen ustedes en el Caribe.
En definitiva: aunque el uruguayo esté en la intimidad orgulloso de su país –y vaya que lo está–, ante los extranjeros se siente apenado porque a su juicio no le ofrece grandes emociones. Las playas no son tan lindas como las del Caribe, la ciudad no es cosmopolita como Buenos Aires, ni excitante como Barcelona, ni alegre como Río ni fashion como cualquiera de las anteriores.
Constantemente se hacen comentarios que menosprecian la belleza del país, no porque los uruguayos la menosprecien realmente, sino por la misma infantil vergüenza del ama de casa que, aunque satisfecha de haber cocinado la mejor lasagna, le asegura a los invitados que no le ha costado ningún trabajo prepararla, y mientras más le alaben la comida ella le seguirá agregando defectos: quedó salada, quedó sosa, quedó cruda.
Parece extraño que en un país con una inmigración tan importante y que se ha formado precisamente como la amalgama de un enorme abanico de nacionalidades, exista esa curiosidad sobre la presencia del extranjero. Esta injustificada humildad geográfica pareciera insertarse en un conflicto de identidad nacional que ni me corresponde a mí analizar ni tengo la capacidad para hacerlo.
Pero parece evidente que una de las obsesiones de los uruguayos es su viabilidad como país: si es coherente, si es válido, si se justifica como nación. Y esa obsesión se manifiesta en la pregunta recurrente que nos hacen a los extranjeros sobre su propia identidad.
En otras palabras, los uruguayos necesitan escuchar que existen, como la amante fastidiosa que pregunta cada cinco minutos si el tipo la quiere.
–¿Y cómo nos ve usted a nosotros, los uruguayos? ¿qué impresión se lleva de Uruguay?–, preguntan todos los locutores y moderadores, desde María Inés Obaldía hasta Emiliano Cotelo, pasando por el prescindible Omar Gutiérrez, a cuantos extranjeros consiguen entrevistar. Y la mayoría de las veces estas pobres criaturas deben improvisar respuestas insatisfactorias porque han pasado sólo dos días en Montevideo y los únicos locatarios que conocieron fueron los botones del hotel.
A mí me lo han preguntado miles de veces. Desde el mozo que me sirve la pizza en el bar hasta la funcionaria de Migración que me entregó el documento de residencia mirándome con una intensa pena, cada persona con la que he cruzado más de cinco palabras en estos últimos ocho años, una por una, todas, todos los días, varias veces al día, sin ninguna excepción, me han abordado con una de esas preguntas o con las dos: por qué vine a Uruguay y qué opino de Uruguay y los uruguayos. Y así transcurre mi vida cotidiana:
–Un chicle de menta, por favor.
–¿De dónde sos?
–De Venezuela. Y un Marlboro light.
–¿Y vivís acá?
–Sí. Y nada más.
–¿Y por qué viniste?
–Porque me gusta.
–¿Cómo que te gusta? ¿Así nomás?
–Sí, así nomás. ¿Cuánto es?
–¿Y por qué te gusta?
–No sé, me gusta. ¿Cuánto es?
–Pero está brava la cosa en Uruguay.
De modo que, si Uruguay fuera una persona, la enviaría inmediatamente a terapia. Porque parece ser una inteligente y talentosa chica anoréxica, obsesionada con su identidad y con serios problemas de autoestima, que consigue ahuyentar a todo el que se le acerque.
Escribile a Leila a [email protected]
Voy se reserva el derecho de publicar y/o editar tus notas.

One thought on “Uruguay es una chica anoréxica

  1. Buen articulo.
    Toca ir, me recorde de cuando uno va a Argentina, de donde sos? De Venezuela. Ay pero q tonadita tan linda q tienen ustedes =)
    Hey, las playas… ah las playas venezolanas tenes q verlas! =)
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    Hola Caribe! Estuve s

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